Apenas unas semanas antes de cumplir los once años, Isaac recibió la carta de Hogwarts mientras residía en un orfanato en la antigua ciudad de Gales. Estábamos en 1991, un año marcado por la ascendente influencia cultural de la música de Nirvana, el fenómeno de Los Simpson, la moda grunge y los populares juegos de Nintendo, todos elementos de la cultura muggle con la que Isaac había estado familiarizándose en los últimos años. Consciente de su herencia, Isaac no ignoraba su verdadera naturaleza y sabía que no pertenecía completamente al mundo en el que había crecido. Aceptaba con valentía su destino como mago, familiarizado desde temprana edad con los poderes y las habilidades que lo distinguían de los demás. La idea de ser un mago no lo asustaba; al contrario, había aprendido a abrazar las maravillas y los desafíos que acompañaban a su excepcionalidad desde la infancia.

Desde el momento en que puso un pie en el castillo, se abrumó con una carga de trabajos y obligaciones. Después de unos años no sorprendió a nadie que fuera seleccionado para Ravenclaw; parecía ser algo lógico para él. Se dedicaba por completo a sus estudios, participando activamente en todas las clases, incluso cuando le resultaban difíciles. Asistía puntualmente a las reuniones de los clubes a los que pertenecía y, por supuesto, buscaba empleos dentro de la institución para ganar algunos galeones. La llegada de las vacaciones de invierno y verano anuales no alteraba su determinación; incluso al regresar a Gales, no tenía intención de dejar de trabajar en ningún momento. Se esforzaba al máximo por ganar unas cuantas libras esterlinas: transportaba alimentos desde los mercados hasta las casas de las personas, repartía periódicos por las mañanas y trabajaba como camarero en algunas cafeterías.

En 1994, ya con 14 años, una de las tantas mañanas de ese verano, de camino a la plaza de mercado donde solía trabajar como repartidor, algo captó su atención: una nueva tienda que parecía estar abriendo recientemente pues nunca antes la había visto. Sin prisas, decidió acercarse para echar un vistazo. En el escaparate, una guitarra relucía. Era de color gris con algunos detalles blancos. Los ojos de Isaac brillaron de inmediato; durante sus años en el mundo muggle, la música había captado considerablemente su atención, especialmente el rock y el pop que estaban en auge en ese entonces, nunca compró una guitarra porque todas le parecían muy caras pero esa sorprendentemente, no. El precio no era elevado y aunque parecía una estafa; de hecho, la guitarra estaba en buen estado y el descuento en su precio se debía a la reciente apertura del local. No tardó mucho en regresar al orfanato; corrió como nunca antes lo había hecho y sudó hasta la última gota. Todos los ahorros que había conseguido durante esos tres años se esfumaron en cuanto vio aquel instrumento, el sueño de su vida. Isaac finalmente tenía a su compañera: la guitarra que había anhelado durante años. La persona que estaba tras el mostrador resultó ser una chica castaña de piel bronceada, aparentemente de la misma edad que Isaac, le entregó la guitarra con una sonrisa coqueta y, sorprendentemente, intentó entablar una conversación con él.

Su nombre era Eva, de Argentina. El local donde pasaba la mayoría de las tardes pertenecía a su padre, un hombre londinense que en su juventud formó parte de varias bandas de rock. Sus padres se conocieron en Argentina y el resto es historia, a Eva no le gustaba hablar de eso y siempre buscaba la manera de evitar la conversación. Isaac conectó con ella de inmediato. Al principio, las conversaciones eran complicadas ya que ninguno de los dos hablaba muy bien la lengua materna del otro, sin embargo, Eva tenía conocimiento de palabras básicas del inglés. Aunque Isaac la escuchaba usar modismos argentinos prácticamente todos los días, no siempre los entendía. Eva era sarcástica y bromista, características de las que él carecía en ese entonces. Le gustaba Soda Estéreo y su color favorito era el violeta. Era extrovertida, decidida y siempre dispuesta a defender sus ideales, características que, para él, la convertían en el amor de su vida. Podían pasar largos periodos juntos en completo silencio, sin que resultara incómodo en lo más mínimo. O, por otro lado, ella podía hablar durante horas y horas sobre cualquier cosa que se le pasara por la cabeza, mientras él la escuchaba en silencio, admirándola.
Llegó el último día de verano, y él se preparaba para partir sin revelar su destino. Le dijo que debía emprender un viaje en busca de familiares y que no residía en la zona, pero prometió regresar en invierno. Cada una de estas afirmaciones se clavaba como una daga en el corazón de ambos, los dos sabían que mentía, pero no se atrevían a cuestionar el por qué. Se despidieron con un breve y casto beso, el primero que se dieron y resonó en su mente durante todo el regreso a Hogwarts. Allí, la rutina se tornó monótona; ya no disfrutaba de su puntualidad en los clubes, de sus notas perfectas o de la cantidad de puntos que ganaba por clase. Aun así, no dejó de asistir religiosamente a cada una de ellas por más que la ausencia de quien creía era su complemento ahora le atormentara. La biblioteca se transformó en su santuario, donde encontró refugio. Decidió postularse para un trabajo allí y lo logró. Cada libro relacionado con el aprendizaje del instrumento que había adquirido durante sus vacaciones se convirtió en su compañero de estudio. Una vez que dominó la teoría, pasó a la práctica. Todas las noches, una hora antes del toque de queda, se refugiaba en el baño de niños, practicando los acordes de la guitarra hasta perfeccionarlos.